Sigo atónita, incrédula, devastada. Aún no termino de creérmelo. Te has ido en silencio cuando tú siempre fuiste de hacer mucho ruido. Ya me avisaste una vez, ya atesorabas un intento fallido y ahora parece que por fin lo has conseguido. No te voy a dar la enhorabuena, perdóname amigo.
La vida se te ha quedado atrás, más bien se te ha caído y me da rabia no haber estado ahí para poder guardártela. Para después, para por si acaso, para dejarme al menos con otra sensación y no ésta de no haber estado a la altura, de no haber frenado tu caída hasta el suelo como hacen los buenos amigos.
Ya no estás y me pregunto dónde te has ido. Si allí habrás encontrado por fin esa supuesta felicidad que aquí no encontrabas, a pesar de buscarla. Me he puesto a recordar; no he podido dejar de hacerlo desde que la noticia me ha cruzado la cara. La cara y lo que no es la cara. Me ha atravesado una lanza y ahí sigue clavada. Y duele, duele(s) mucho.
He vuelto a Madrid esta tarde, hasta ese km. 0 en el que nos encontramos. Ese punto del mapa en el que me esperaste ilusionado como un niño chico dispuesto a encandilarme, y lo conseguiste. Siempre empeñados los dos en buscar el sentido poético a todo, y míranos hoy: tú, riéndote con tus demonios y yo, llorando tu abandono.
He vuelto a la movida madrileña colgada de tu brazo. A aquel punto de apoyo que me brindaste. «Mi niña, cógete a mí, no te vayas a caer, que no me lo perdonaría nunca». No recuerdo a cuántos bares me llevaste, ni cuántas copas llegaste a pagar. Al Penta, al Aleatorio, al Libertad 8; recuerdo los primeros de la noche y después ya todo está borroso. En este último me explicaste mil batallas y me regalaste una púa de Antonio Vega mientras te emocionabas al hablar de él. Y no sé si era verdad o te lo inventaste, aunque eso ahora ya da igual. Eras así, emotivo, frágil, visceral, caótico en todos los sentidos. El macarra con más encanto que he conocido.
Nos encontramos con la madrugada, etílicos perdidos. Borrachos de amistad y risas en una noche perfecta. Buscando un hotel para ti porque el último tren de vuelta a casa ya hacía horas que lo habías perdido. «No me importa. Volvería a repetirlo. No me quiero ir» —me dijiste. Recuerdo que entonces te abracé. Y nada más nos importó en aquella esquina del último bar que cerramos. Porque éramos así, nos gustaba cerrar garitos y nos gustaba abrir corazones.
Y, de golpe, aterrizo de nuevo en la realidad, en esta casa que también te extraña. Y te veo danzando por ella como un animal enjaulado que pide a gritos que lo liberen o que lo rescaten, aún no tengo claro qué necesitabas más… si alas o amor de verdad. Recuerdo tu llamada de auxilio y me pregunto por qué no volviste a llamar, quizá ahora hubiese podido salvarte de nuevo, o tú a mí… porque, aun hoy, sigo sin saber quién salvó a quién, pero lo hicimos, y tanto que lo hicimos.
Y te estoy viendo ahora mismo en mi comedor, sentado en el sillón y abriendo una botella de vino. Pidiéndome por favor que te diera cinco minutos (de los cuales te sobraron dos) para decirme: «Te he escrito un poema, Lauri». Poema con el que me dejaste con la boca abierta, con el que me hiciste llorar de emoción y que hoy he vuelto a leer, pero llorando de rabia. Rabia por ser tan cobarde, rabia por ser tan valiente, aún no sé qué tipo de rabia es, pero es mala.
Armabas los poemas con versos que eran balas y desarmabas a todo aquel que te leía mientras avisabas de que iban a doler. Así eras. Tenías un don, siempre te lo dije. Eras un artista de la palabra. Te relamías las heridas con cada verso que escupías. No elegiste bien a tu musa y te las hizo pasar putas. Espero que los demonios que al final han podido contigo te estén tratando algo mejor, aunque tengo mis dudas.
Han pasado tres días y toda una eternidad desde que sé que te has ido. Ya no estás, ya no puedo preguntarte, ya no puedo hacer nada más por ti, ni tú por mí. Ya no podemos arreglar el mundo: ni el tuyo, ni el mío, ni el de nadie.
Hasta siempre, amigo.
D.E.P.